Hay venenos que poseen apariencia engañosa, pues su aspecto que es aparentemente agradable, atrae numerosas víctimas. Tenemos por ejemplo el caso de una planta llamada “alojetón” que se encuentra en los pequeños desiertos. Además de ser atractiva a la vista se le puede extraer agua. Al ganado le gusta mucho esa planta, y le ocasiona la muerte segura. Para ilustrar este hecho se recuerda un caso pasado con un estanciero norteamericano.
John Ward, de Idaho, dirigiéndose al campo para ver su rebaño, se encontró con un cuadro desolador: Ochocientas setenta y seis de sus ovejas habían muerto víctimas del terrible “alojetón”. Centenares todavía estaban vivas, pero estaban tambaleantes y a punto de morir. Un veterinario de la localidad dijo que nada podría hacer, pues no había antídotos para el “alojetón”.
Este hecho nos recuerda la advertencia del sabio Salomón: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa, se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá y como áspid dará dolor.” (Proverbios 23:31, 32).
Es este mismo capítulo de Proverbios, en el verso 29 se presenta una lista de seis preguntas que requieren de la misma respuesta. Las primeras dos interrogaciones subrayan dos exclamaciones que son resultado del vino excesivo: una expresión fuerte de la desesperanza, Ay, y una expresión del dolor. Las siguientes dos preguntas giran alrededor de la riña y la queja. Las dos últimas muestran dos consecuencias físicas visibles: heridas (sin una causa válida) y ojos rojos.
El verso 30 contesta la pregunta ¿para quién?, apuntando al que toma excesivamente, del que no suelta la botella, del que no suelta el pecado podemos agregar, ya que en estos versos se nos habla del licor, pero el pecado también deja rastros físicos, dolor y sufrimiento. El verso 31 da tres condiciones en la que no se debe tomar del vino. Pueden ser ambiguas para nosotros, pues tratan la apariencia en sí, la copa y el sabor. La copa llena del color del vino resulta atrayente a la vista, el pecado a los ojos de la carne, resulta tentador. El sabor al tragarlo se contrasta con la forma en que muerde (v. 32), usa la metáfora de la serpiente y la víbora, donde una vez más podemos caer presa de la sutiliza del pecado.
Por lo tanto, el verso 33 da las consecuencias del vino: las cosas extrañas que se ven y las perversidades que se hablan, se ha perdido el control de sí mismo. En este mismo sentido, se compara al hombre borracho con aquella persona acostada en el medio del mar, acostado sobre el mástil mayor, el hombre está perdido.
Es una realidad, el pecado se nos presenta atrayente, motivador, y una vez que caemos en él, sentimos la mordida de la serpiente, vemos las consecuencias que deja en nuestras vidas, y la de los que nos rodean.
En la vida cristiana tenemos una meta. El cristiano no es un paseante que anda despreocupadamente por los senderos de la vida, sino alguien que sabe a dónde va. No es un turista que vuelve a pasar la noche a su punto de partida, sino un peregrino que siempre va de camino. La meta es nada menos que la semejanza en Cristo, una vida que tiene un destino, y estaría bien que al final de cada día nos preguntáramos ¿Cuánto he avanzado?.
En la vida cristiana tenemos una inspiración, estamos inmersos en una nube invisible de testigos, y son testigos en un doble sentido, porque han testificado de su fe en Jesucristo, y porque ahora son espectadores de nuestra actuación. Lo maravilloso de la vida cristiana es que proseguimos adelante rodeados de santos, sin interés en nada más que en la gloria de la meta, y siempre en compañía del que ha recorrido el camino y alcanzado la meta, que nos espera para darnos la bienvenida cuando lleguemos al final de la carrera: Jesucristo.
“Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. (Hebreos 12:1-2)
John Ward, de Idaho, dirigiéndose al campo para ver su rebaño, se encontró con un cuadro desolador: Ochocientas setenta y seis de sus ovejas habían muerto víctimas del terrible “alojetón”. Centenares todavía estaban vivas, pero estaban tambaleantes y a punto de morir. Un veterinario de la localidad dijo que nada podría hacer, pues no había antídotos para el “alojetón”.
Este hecho nos recuerda la advertencia del sabio Salomón: “No mires al vino cuando rojea, cuando resplandece su color en la copa, se entra suavemente; mas al fin como serpiente morderá y como áspid dará dolor.” (Proverbios 23:31, 32).
Es este mismo capítulo de Proverbios, en el verso 29 se presenta una lista de seis preguntas que requieren de la misma respuesta. Las primeras dos interrogaciones subrayan dos exclamaciones que son resultado del vino excesivo: una expresión fuerte de la desesperanza, Ay, y una expresión del dolor. Las siguientes dos preguntas giran alrededor de la riña y la queja. Las dos últimas muestran dos consecuencias físicas visibles: heridas (sin una causa válida) y ojos rojos.
El verso 30 contesta la pregunta ¿para quién?, apuntando al que toma excesivamente, del que no suelta la botella, del que no suelta el pecado podemos agregar, ya que en estos versos se nos habla del licor, pero el pecado también deja rastros físicos, dolor y sufrimiento. El verso 31 da tres condiciones en la que no se debe tomar del vino. Pueden ser ambiguas para nosotros, pues tratan la apariencia en sí, la copa y el sabor. La copa llena del color del vino resulta atrayente a la vista, el pecado a los ojos de la carne, resulta tentador. El sabor al tragarlo se contrasta con la forma en que muerde (v. 32), usa la metáfora de la serpiente y la víbora, donde una vez más podemos caer presa de la sutiliza del pecado.
Por lo tanto, el verso 33 da las consecuencias del vino: las cosas extrañas que se ven y las perversidades que se hablan, se ha perdido el control de sí mismo. En este mismo sentido, se compara al hombre borracho con aquella persona acostada en el medio del mar, acostado sobre el mástil mayor, el hombre está perdido.
Es una realidad, el pecado se nos presenta atrayente, motivador, y una vez que caemos en él, sentimos la mordida de la serpiente, vemos las consecuencias que deja en nuestras vidas, y la de los que nos rodean.
En la vida cristiana tenemos una meta. El cristiano no es un paseante que anda despreocupadamente por los senderos de la vida, sino alguien que sabe a dónde va. No es un turista que vuelve a pasar la noche a su punto de partida, sino un peregrino que siempre va de camino. La meta es nada menos que la semejanza en Cristo, una vida que tiene un destino, y estaría bien que al final de cada día nos preguntáramos ¿Cuánto he avanzado?.
En la vida cristiana tenemos una inspiración, estamos inmersos en una nube invisible de testigos, y son testigos en un doble sentido, porque han testificado de su fe en Jesucristo, y porque ahora son espectadores de nuestra actuación. Lo maravilloso de la vida cristiana es que proseguimos adelante rodeados de santos, sin interés en nada más que en la gloria de la meta, y siempre en compañía del que ha recorrido el camino y alcanzado la meta, que nos espera para darnos la bienvenida cuando lleguemos al final de la carrera: Jesucristo.
“Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante. Fijemos la mirada en Jesús, el iniciador y perfeccionador de nuestra fe, quien por el gozo que le esperaba, soportó la cruz, menospreciando la vergüenza que ella significaba, y ahora está sentado a la derecha del trono de Dios”. (Hebreos 12:1-2)