Una tarde de junio de 1849, un joven de 17 años, entró en la biblioteca de su padre. Echaba de menos a su madre que estaba lejos, y quería leer algo para pasar el rato. Tomó un folleto de evangelismo que le pareció interesante, con el siguiente pensamiento: «Debe haber una historia al principio y un sermón o moraleja al final. Me quedaré con lo primero y dejaré lo otro para aquellos a quienes le interese». Pero al llegar a la expresión «la obra consumada de Cristo» recordó las palabras del Señor «consumado es», y se planteó la pregunta: «¿Qué es lo que está consumado?». La respuesta tocó su corazón, y recibió a Cristo como su Salvador.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí, experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me he estado regocijando durante diez días por las buenas nuevas que tienes que decirme.» Más tarde, este joven se enteró de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado una batalla de oración a favor de él.
A esa misma hora, su madre, a unos 120 kilómetros de allí, experimentaba un intenso anhelo por la conversión de su hijo. Ella se encerró en una pieza y resolvió no salir de allí hasta que sus oraciones fuesen contestadas. Horas más tarde salió con una gran convicción. Diez días más tarde regresó a casa. En la puerta le esperaba su hijo para contarle las buenas noticias. Pero ella le dijo: «Lo sé, mi muchacho. Me he estado regocijando durante diez días por las buenas nuevas que tienes que decirme.» Más tarde, este joven se enteró de que también su hermana, hacía un mes, había iniciado una batalla de oración a favor de él.
«Criado en tal ambiente, y convertido en tales circunstancias, no es de extrañar que desde el comienzo de mi vida cristiana se me hacía fácil creer que las promesas de la Biblia son muy reales», dijo este hombre, quien dedicó su vida al Señor, y a quien se le reconoce la maravillosa obra misionera que llegó a realizar en China, quien gastó cinco años traduciendo el Nuevo Testamento al dialecto Ningpo, y que en su muerte en 1905, habían 205 estaciones con 899 misioneros y 125,000 cristianos chinos en la misión interior de China. Su nombre: Hudson Taylor.
No cabe duda de la gran labor de este hombre, pero de esta historia quiero resaltar la labor de la madre. Ella se encontraba lejos de casa y no podía dejar de pensar en su hijo, nacido y criado en un hogar cristiano, pero que por esas cosas de la vida y la adolescencia, se había apartado del Señor, y su madre no podía tener paz.
La tenacidad de esta madre de encerrarse a interceder por su hijo, decidida a no salir hasta tener respuesta a su petición, no era solo una frase, estaba realmente decidida a no salir hasta recibir una respuesta, era tal su amor por su hijo que estaba dispuesta a su sacrificio a cambio de la salvación para ese hijo amado.
Dice el Salmo 55:17 “ Tarde y mañana y a mediodía oraré y clamaré, Y él oirá mi voz”. Esta madre estaba segura de que el Señor le escuchaba, estaba segura de que Dios quería rescatar a su hijo, y actuó con esa seguridad, clamó al Señor con fé.
En la Biblia se nos insta a orar en todo tiempo, en 1 Tesalonicenses 5:17 se nos dice que oremos sin cesar. Ya sea un hijo como el caso de esta historia real, u otro familiar, o campañero de labores, un amigo o un vecino, por alguna persona que así como esta madre usted anhela verle a los pies del Señor, para que no se pierda y para que tenga vida en abundancia, no cese de orar para que la misericordia y el Espíritu de Dios le toque, no importa el tiempo, ni las señales que no vea, créale a Dios y no deje de orar.