Al oír las maravillas que Dios ha hecho, una de las primeras cosas que la gente dice, es ésta: «Ah, pero esto ya hace mucho tiempo». Piensan que desde entonces los tiempos han cambiado. Tal vez oigáis a alguien decir: «Yo puedo creerme todo lo que se me diga de la Reforma; por largos que sean los relatos, yo los aceptaré» «Y lo mismo haría yo con respecto a la obra de Whitefield y Wesley», quizá diga otro; y añada: «Es verdad que tanto el uno como el otro trabajaron con todas sus fuerzas y con mucho resultado, pero de esto ya hace muchos años. Entonces las cosas eran diferentes de lo que ahora son». Debemos aceptar el que los tiempos han cambiado, pero ¿qué tiene esto que ver? ¿No fue Dios acaso, quien obró tales maravillas? ¿Ha cambiado Dios? ¿No es Él inmutable, el mismo ayer, hoy y para siempre? ¿No encierra esta inmutabilidad una prueba para demostrar que lo que Dios ha hecho en un tiempo de la historia, puede hacerlo también ahora?
Ciertamente que sí; y yo aun iría más lejos, pues me atrevería a decir que lo que Dios ya ha hecho una vez, constituye una profecía de lo que Él se propone hacer de nuevo. Las grandes obras que llevó a cabo en los tiempos antiguos, se repetirán otra vez, y el cántico del Señor será elevado de nuevo en Sión y su nombre glorificado. Quizá haya otros que digan: «Bien, bien, pero yo considero estas cosas como prodigios, como milagros. Y no podemos, por consiguiente, esperar verlos cada día». Esta es precisamente la razón por la cual no vemos estas cosas hoy en día. Si hubiéramos aprendido a esperarlas, no dudaríamos ahora en obtenerlas; pero lo que en realidad hemos hecho es archivarlas y separarlas de nuestra religión moderada, y relegarlas como meras curiosidades de la historia bíblica. Pensamos que tales cosas, aunque sean verdad, son prodigios de la Providencia y no podemos imaginar que ellas caigan de lleno dentro de los cauces de su obra ordinaria. Os ruego, mis amigos, que os desprendáis de tal idea y que la apartéis de vuestra mente.
Todo lo que Dios ha hecho para convertir a los pecadores, debe considerarse como un precedente, por cuanto «no se ha acortado la mano de Jehová para salvar, ni hase agravado su oído para oir». Y si hoy en día nos resulta difícil ver de nuevo las maravillas de Dios, esta dificultad brota de nuestros corazones. Confesemos que la culpa es nuestra, y con verdadero anhelo pidamos que Dios nos otorgue la fe de nuestros antepasados, para que así podamos gozarnos abundantemente en su gracia.
Pero de nuestra parte todavía tenemos que hacer frente a otra dificultad con respecto a estas historias de los tiempos antiguos. Y es la de que nosotros no las hemos visto. Por mucho que os hablara sobre los avivamientos, vosotros no llegaríais a creer ni la mitad de lo que yo os pudiera decir, y todavía con menos convencimiento, a no ser que con vuestros ojos fuerais testigos de un avivamiento. De verlo con vuestros propios ojos, entonces os daríais cuenta del poder del mismo. Si hubierais vivido en tiempos de Whitefield o hubieseis oído las predicaciones de Grimshaw, vosotros lo creeríais todo.
Por caluroso que fuera el tiempo y a pesar de que tenía que viajar a caballo, Grimshaw solía predicar más de veinticuatro veces por se mana. Era un verdadero predicador. Parecía como si el mismo cielo descendiera a la tierra para escucharle. Hablaba con verdadero ardor, con todo el fuego que jamás haya podido arder en pecho mortal, y la gente, temblando mientras le oían, solía decir: «Verdaderamente ésta es la voz de Dios». Y lo mismo puede decirse con respecto a Whitefield. Mientras él predicaba, la gente se ladeaba de un lado a otro, de la misma manera que el campo de trigo se mueve a impulso del viento. De tal manera se manifestaba en él la energía de Dios, que aun el más endurecido de los corazones debía de confesar: «Nunca escuché algo semejante; tiene que haber algo aquí». ¿Puedes tomar todas estas cosas como hechos reales? ¿Se levan tan ante tus ojos con toda su brillantez? Entonces yo creo que las historias que hoy han llegado a tus oídos, deberían tener un verdadero y adecuado efecto sobre tu vida.
¡Oh, cuánto desearía poder hablar con el mismo fuego que exhibieron algunos de estos hombres cuyos nombres os he mencionado! Orad por mí, para que el Espíritu de Dios se manifieste de tal modo en mí, que pueda interceder por vosotros con todas mis fuerzas y pueda, así mismo, exhortaros y animaros para que también entre nosotros se deje sentir un avivamiento. El primer efecto que la lectura de las grandes obras de Dios debería producir en nosotros, es el de gratitud y alabanza. ¿Hay algo que en el día de hoy nos invite a cantar? Si no hay nada, entonces alabemos al Señor por las maravillas obradas en tiempos pasados. Si no podemos cantar a nuestro Amado un canto por lo que Él está haciendo en medio nuestro, descolguemos, sin embargo, las arpas de los sauces y cantemos una canción antigua y bendigamos su Santo Nombre por las maravillas obradas en la Iglesia del pasado. Ensalcemos su nombre por las maravillas obradas en Egipto y en todas las tierras por las que llevó a su pueblo con mano poderosa.
Y cuando alabéis a Dios por las maravillas que Él ha obrado, desearía que hubiera un sentimiento de expectación en vuestro cántico. Desearía que lo que Dios ha hecho, os moviera a orar para pedirle que repita de nuevo estos signos y maravillas entre nosotros. ¡Oh, hermanos! Cuánto se gozaría mi corazón de saber que entre algunos de vosotros existe el deseo de regresar a vuestros hogares para orar por un avivamiento. ¡Oh, si el Señor despertara una fe grande entre vosotros, y un amor tan ardiente que vosotros no pudierais por menos que caer sobre vuestras rodillas, para orar con plegarias incesantes para que el Señor se manifestara entre nosotros y obrara aquí las mismas maravillas que obró en los tiempos antiguos!Daos cuenta de que muchas de las almas aquí congregadas deberían ser objeto de nuestra compasión. Al dar una ligera mirada a mi alrededor, puedo ver algunas personas cuyas vidas yo conozco más o menos, pero ¡cuántos hay que todavía no son convertidos! Hay aquí muchas personas que han temblado -y ellas mismas saben que han temblado- pero se han sacudido los temores; arriesgando su destino y habiendo resuelto ser suicidas de sus propias almas, han despreciado la gracia que un día parecía estar obrando en sus corazones. Han dado la espalda a las puertas del cielo y ahora, como correos veloces, se dirigen a las puertas del infierno. ¿No extenderás tus manos a Dios para que Él los detenga en su loca carrera?
Si en esta congregación hubiera una sola persona inconversa y yo pudiera señalarla públicamente y decir: «Allí se sienta una persona que nunca ha experimentado el amor de Dios, ni jamás ha sido movida al arrepentimiento», yo estoy seguro de que todos vosotros dirigiríais hacia la misma vuestra mirada ansiosa; y estoy convencido, también,de que entre los miles de cristianos aquí congregados, ni uno solo dejaría de orar por esta alma inconversa. Pero, ¡oh, mis hermanos!, no es una, solamente, el alma que está en peligro del fuego del infierno, hay cientos _y miles de nuestros semejantes.
Os daré otra razón que justifica la necesidad de la oración. Hasta ahora parece ser que todos los medios usados hasta aquí han sido sin resultado alguno. Dios me es testigo de cuantas veces desde este púlpito le he suplicado que me usara como medio de salvación. Os he predicado de lo profundo de mi corazón. Nunca os he podido decir más de lo que os he dicho, pero confío que la intimidad de mi cámara un día dará testimonio del hecho de que no se termina mi afecto y amor por las almas, al terminar de predicar. Mi corazón ora por aquellos que nunca han sido afectados por la Palabra de Dios y por aquellos que, después de haber sido afectados por la misma, tratan de apagar el Espíritu de Dios. Mis queridos oyentes, he hecho todo lo que he podido. ¿No os pondréis con vuestras oraciones al lado del Señor para luchar contra el enemigo? Quizá vuestras oraciones podrán hacer lo que mi predicación no puede hacer.
Os daré otra razón que justifica la necesidad de la oración. Hasta ahora parece ser que todos los medios usados hasta aquí han sido sin resultado alguno. Dios me es testigo de cuantas veces desde este púlpito le he suplicado que me usara como medio de salvación. Os he predicado de lo profundo de mi corazón. Nunca os he podido decir más de lo que os he dicho, pero confío que la intimidad de mi cámara un día dará testimonio del hecho de que no se termina mi afecto y amor por las almas, al terminar de predicar. Mi corazón ora por aquellos que nunca han sido afectados por la Palabra de Dios y por aquellos que, después de haber sido afectados por la misma, tratan de apagar el Espíritu de Dios. Mis queridos oyentes, he hecho todo lo que he podido. ¿No os pondréis con vuestras oraciones al lado del Señor para luchar contra el enemigo? Quizá vuestras oraciones podrán hacer lo que mi predicación no puede hacer.
Aquí están las almas inconversas; os las encomiendo a vosotros. Estas son las almas de hombres y mujeres cuyos corazones no quieren derretirse y cuyas obstinadas rodillas se resisten a doblarse; las confío a vuestro cuidado con el ruego de que oréis por ellas. Llevad a Dios en oración el caso particular de cada una de ellas. Esposa, nunca dejes de orar por tu esposo inconverso. Esposo, nunca abandones tus súplicas hasta que veas a tu esposa convertida. Padres y madres, ¿no tenéis hijos inconversos? ¿No los habéis traído aquí domingo tras domingo, pero todavía sigue igual su estado espiritual? Los habéis enviado de una capilla a otra, pero todo ha sido sin resultado alguno. La ira de Dios está sobre ellos. Tienen que morir, pero vosotros ciertamente sabéis que, si murieran ahora, las llamas del infierno los envolverían. ¿Te negarás a orar por ellos? Qué corazón más duro y qué alma más despiadada demostrarías tener si, profesando conocer a Cristo, no oras por aquellos que han nacido de tu propiasangre.
No sabemos lo que Dios obraría entre nosotros al suplicar por nuestra parte su bendición. Hemos sido testigos de cómo el Exeter Hall, la Catedral de San Pablo y Westminster Abbey, se han visto abarrotados de gente; pero, lo que es ahora, no hemos podido apreciar resultado alguno en todos estas reuniones de gente. ¿No será debido a que estamos tratando de predicar sin antes haber orado? ¿No parece como si la iglesia ha extendido la mano de la predicación, pero no la de la oración? ¡Oh, mis queridos amigos! Si en verdad agonizáramos en oración, en este gran local se escucharían los suspiros y gemidos de los penitentes, y los cantos de los convertidos. Entonces esta gran multitud no entraría y saldría de este lugar de una manera rutinaria, sino que abandonarían el sitio alabando al Señor y diciendo:«¡Cuán terrible es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo». Que el Señor haga que lo dicho hasta aquí nos incite a la oración.
Otra deducción que deberíamos sacar de estas historias que hemos oído, es la de no dejarnos guiar por ningún sentimiento de suficiencia propia que fácilmente puede haberse introducido en nuestros corazones desleales. Quién sabe si como congregación hemos confiado demasiado en nuestros miembros o en alguna otra cosa. Quizá hemos pensado: «A través de este ministro el Señor no podrá por menos que bendecirnos». Pues bien, que las historias que nos han contado nuestros padres nos recuerden, tanto a vosotros como a mí, que no es por los muchos ni por los pocos que el Señor salva. No somos nosotros los que hacemos la obra, sino que es el Señor quien debe hacerlo todo. Imaginémonos que algún predicador ignorado, cuyo nombre fuera por todos desconocido -supongamos que se tratara de uno de los extranjeros naturalizados de St. Giles- y que de pronto empezara a predicar en esta ciudad de Londres con un poder más grande que el que jamás han conocido los obispos y ministros de aquí. Yo daría la bienvenida al tal y pediría que Dios le acompañara. No importa el lugar de procedencia; sólo deseo que el Señor envíe pronto un mensajero de su gracia y se haga la obra de avivamiento. Quizá Dios se ha propuesto usar a este siervo que ahora os habla para vuestro bien y para vuestra conversión. Si éste fuera el caso, mi gozo desbordaría todo cauce. Pero no pongáis demasiada confianza en el instrumento que Dios pueda usar.
A menudo, cuanto más los hombres se ríen y se burlan de nosotros, tanto más experimentaremos las bendiciones de Dios. Actualmente no es un descrédito asistir a las reuniones del Music Hall. No se nos desprecia ahora tanto como en el principio, pero dudo que tengamos ahora tanta bendición como entonces. Con tal que Dios se complaciera en bendecirnos, nosotros estaríamos más que dispuestos a sufrir otro asalto en la picota y a pasar otras ordalías. Pero abandonemos la idea de que nuestro arco y nuestra flecha puedan jamás llevarnos a la victoria. Nunca podremos experimentar un avivamiento, a menos que no creamos que es el Señor, y solamente el Señor, quien puede obrarlo.
Trataré ahora de suscitar vuestra confianza al hecho de que, aun hoy en día, podemos tener un avivamiento, y de que incluso las grandes obras que Dios hizo en los tiempos antiguos pueden repetirse de nuevo. ¿Por qué razón no puede convertirse cada uno de mis oyentes? ¿Se encuentra el Espíritu de Dios limitado? ¿Por qué no puede llegar a ser el más débil de los ministros el medio de salvación de miles de almas? ¿Se ha acortadoel brazo de Dios? Mis queridos hermanos, cuando os invito a que oréis para que Dios haga que la predicación de este siervo sea como una espada de dos filos para la salvación de los pecadores, no requiero de vosotros una tarea dura, ni mucho menos imposible. Solamente tenemos que pedir para recibir. Antes que llamemos, Dios responderá; y mientras aun estemos hablando Él contestará. Sólo Dios sabe los frutos que resultarían de este sermón si Él se complace en bendecirlo. De ahora en adelante quizá oraréis más; tal vez también el Señor otorgará su bendición sobre mi ministerio. Quien sabe si a partir de esta hora otros púlpitos irradiarán más vida y vigor. No sería nada de extraño que de ahora en adelante la Palabra de Dios irrumpiera con tanta fuerza como para conseguir una victoria asombrosa y sin precedentes.
Ejercitaos en la oración, reuníos en vuestras casas e individualmente en vuestras habitaciones; instad a tiempo y fuera de tiempo, agonizad por las almas. Y así os daréis cuenta de que lo que habéis oído será pronto olvidado por lo que veréis, lo que otros os han contado será como nada en comparación con lo que oiréis con vuestros oídos y veréis con vuestros ojos. A ti te ruego que te detengas y que pienses por unos momentos. ¡Oh, Espíritu de Dios! Desciende ahora sobre nosotros con tu poder. Dios ha luchado con algunos de vosotros, de modo que habéis tenido ratos de convicción. Quizás ahora estéis tratando de adoptar una actitud impía y os digáis a vosotros mismos: «No hay infierno, no hay un más allá.
Pero tú sabes que nada sacarás con decir esto. Tú sabes bien que hay un infierno, y que ni aun las carcajadas de aquellos que quieren perder tu alma, pueden conseguir que tú desistas a creer lo contrario. No intento argumentar contigo ahora; pues sobradamente tu conciencia te dice que Dios te castigará por tu pecado. Sigue. los dictados de tu conciencia y te darás cuenta de que no proporcionan felicidad tus repetidas intentonas de ahogar el Espíritu de Dios. Lejos estás dela senda de la felicidad mientras apagues estos pensamientos que te llevan a Cristo.
Te ruego que sueltes tus manos del brazo de Dios y que no resistas ya más a su Espíritu. Dobla tus rodillas, agárrate a Cristo y cree en su Nombre. Verás como la victoria será del Espíritu Santo.
Aun a pesar de todo, y en contestación a las muchas oraciones, yo creo que Dios quiere salvarte. Ríndete ahora, pues ten presente que si triunfas en ahogar el Espíritu, tu triunfo será el desastre más terrible que jamás puede ocurrirte. Si el Espíritu te abandona, tu perdición será una cosa cierta. Quizás sea este el último aviso que se te da. La convicción que ahora tú estás tratando de ahogar, tal vez sea la última. Quien sabe si ya el ángel está a punto de poner el sello y el lacre sobre tu destino, diciendo: «Abandonadlo. Prefiere las borracheras y la concupiscencia; que se cumpla, pues, su deseo. En el eterno fuego del infierno segará la paga del pecado». Pecadores, creed en el Señor Jesús: arrepentíos y convertíos cada uno de vosotros. Yo os exhorto, en el nombre de Dios, a que os arrepintáis y a que escapéis de la condenación. Apresúrate a venir a Cristo mientras el aceite arde en la lámpara y se te predica todavía la misericordia. Todavía permanece la gracia; acepta a Cristo, no le resistas por más tiempo, ven a Él. Las puertas de la misericordia están abiertas de par en par; ven ahora, pecador, para que tus pecados te sean perdonados.
Cuando los soldados de la antigua Roma atacaban a una ciudad, muchas veces solían poner una bandera blanca en lo alto de la puerta central de la muralla, y si la guarnición se rendía mientras ondeaba todavía la bandera blanca, se les perdonaba la vida. Luego izaban una bandera negra, y todos aquellos que no se habían aprovechado de la gracia ofrecida, perecían bajo la espada romana. La bandera blanca ha sido izada hoy; quizá mañana la bandera negra ondeará sobre el asta de la ley, y entonces no habrá esperanza de arrepentimiento o salvación, en esta vida ni en la otra.
Un conquistador oriental, al llegar a las puertas de la ciudad que se proponía con quistar, encendía un brasero de carbón, y colocándolo sobre un alto palo, hacía sonar la trompeta con la consigna de que todos aquellos que se rindieron mientras subsistía el fuego, disfrutarían de su clemencia, pero al consumirse el último tizón, con su ejército acometería con ímpetu y no dejaría piedra sobre piedra. De modo semejante, los truenos de Dios te invitan a escuchar el aviso divino. Todavía está la luz, la lámpara y el brasero encendido. En el correr de los años se va consumiendo el fuego; sin embargo, todavía queda carbón. ¡Oh, pecador! Arrepiéntete mientras todavía dura la llama del brasero. Hazlo ahora, pues al extinguirse el último tizón, de nada te aprovecharía, el arrepentimiento. Una vez en el tormento, tu gemido eterno no podrá conmover el corazón de Dios; tus suspiros y tus lágrimas amargas no harán brotar de Él compasión. «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la provocación». ¡Oh, agarraos a Cristo hoy! «Besad al Hijo, porque no se enoje, y perezcáis en el camino, cuando se encendiere un poco su furor. Bienaventurados todos los que en Él confían».
Cuando los soldados de la antigua Roma atacaban a una ciudad, muchas veces solían poner una bandera blanca en lo alto de la puerta central de la muralla, y si la guarnición se rendía mientras ondeaba todavía la bandera blanca, se les perdonaba la vida. Luego izaban una bandera negra, y todos aquellos que no se habían aprovechado de la gracia ofrecida, perecían bajo la espada romana. La bandera blanca ha sido izada hoy; quizá mañana la bandera negra ondeará sobre el asta de la ley, y entonces no habrá esperanza de arrepentimiento o salvación, en esta vida ni en la otra.
Un conquistador oriental, al llegar a las puertas de la ciudad que se proponía con quistar, encendía un brasero de carbón, y colocándolo sobre un alto palo, hacía sonar la trompeta con la consigna de que todos aquellos que se rindieron mientras subsistía el fuego, disfrutarían de su clemencia, pero al consumirse el último tizón, con su ejército acometería con ímpetu y no dejaría piedra sobre piedra. De modo semejante, los truenos de Dios te invitan a escuchar el aviso divino. Todavía está la luz, la lámpara y el brasero encendido. En el correr de los años se va consumiendo el fuego; sin embargo, todavía queda carbón. ¡Oh, pecador! Arrepiéntete mientras todavía dura la llama del brasero. Hazlo ahora, pues al extinguirse el último tizón, de nada te aprovecharía, el arrepentimiento. Una vez en el tormento, tu gemido eterno no podrá conmover el corazón de Dios; tus suspiros y tus lágrimas amargas no harán brotar de Él compasión. «Si oyereis hoy su voz, no endurezcáis vuestros corazones como en la provocación». ¡Oh, agarraos a Cristo hoy! «Besad al Hijo, porque no se enoje, y perezcáis en el camino, cuando se encendiere un poco su furor. Bienaventurados todos los que en Él confían».
Fuente: Sermones del Año de Avivamiento, Charles H. Spurgeon, Editorial El Estandarte de la Verdad, versión 2, 2010.